Así lo leyó:
Y aquí va el texto:
Equipales por panóptico.
Miguel Marinas
Milagros Revenga (yo) me cambió equipales por panóptico: ella me dijo equipales y yo a ella panóptico. Eran palabras que el otro no recordaba. El trueque selló el encargo de este comentario, mientras me desveló también el sentido de las torres cuatas de la canción “Ya vamos llegando a Pénjamo”, que tan decisiva fue en nuestra relación con el autor de estos relatos Alejandro Aura.
Los equipales (que no me venía a mí el nombre) son los muebles, el juego de muebles casi rústicos, de las casas mexicanas (aunque estén en Madrid): son un equipo de muebles, tienen valor de ofrenda, sabor de rito pero tienen sobre todo el confort como efecto final. El panóptico por el que preguntaba Milagros es ver desde el centro la dispersión de las salas, los seres, las horas. Verlo todo.
Quisiera contar estas aventuras textuales como quien narra las más bellas historias del celuloide. Siento que debiera hacerlo así. Como contar películas que se han visto con contención emocionada y se narran de manera desbocada, sin freno, agolpándose las palabras, quitándose unos a otros la hebra del discurso, porque se asiente, se ríe, se dice, “que jodido, cómo lo supo decir de bien” o “mira este pasaje” o “por qué titula de esta manera”. Porque así se lee inevitablemente un libro cuya mano escritora, por desgracia, ya no choca la nuestra: como un camino cumplido.
........................(cont. en "Leer más").......................
Pero nunca un camino a la intemperie. Más bien es el pasillo tapizado de todas las mercaderías, el que une el mostrador lleno de pimentón y latas de morrones y la trastienda donde sestean los garbanzos, la lenteja francesilla y la mojama reluciente.
Este recuelo de cuentos brillantes y variadísimos – y lo primero que discutimos en el filandón de los comentarios es si son cuentos todos o relatos cortos o exclamaciones largas, en fin – esta sarta de cartas de náufrago sin fechas que Alejandro fue destilando, acrisolando y que ató con raro y divertido título de cuentos no ultramarinos sino “cuentos y ultramarinos”.
Como si fueran aquellos víveres o abarrotes que traían de América y surtían efecto en la vida cotidiana de aquí: eso eran los ultramarinos (y coloniales se añadía a veces en el rótulo: qué vana presunción la de las colonias). Chocolates, aceites, harinas, pero también cacao, canela en rama, botellitas de ron, todo lo vendible todo lo apetecible: esa es la variada abundancia de estos relatos, la de una floreciente y densa tienda de abarrotes.
El tiempo de los libros es frágil. Pero en papel o de memoria ofrecen escenarios para entrar y vivir. Para ingresar en ellos y plantear la vida. Como en las mónadas de Leibniz o como en las coplas flamencas que se engendran con una idea, una línea y quedan como el hortus conclusus, como cuerpos vivientes, como escenarios que remedan lo que hay y lo incrementan. Es como la capa de realidad que toca cada línea del blog de Alejandro: quien escribe sabe lo que se está jugando y sabe que la escena tendrá telón final, pero la cumple, la escribe con la omnímoda libertad de lo finito, y la gracia de ese gesto se convierte en la sal de la vida, de la muerte, con vistas a la cual se prueba sí se ama o no la vida.
LEO DEL BLOG:
"El frasquito de los caramelos, el estuche vacío, las muñequitas del rastro, la pluma sin depósito, el papel que era tan bonito, el plato que algún día usaríamos para algo...Cada cosa es un pliego de memorias enrollado y no habrá biblioteca de Alejandría que los recopile”
Ángeles dice que Alejandro se deja sensualmente llevar: que deja que surja la sensualidad de los objetos y aquí está el mejor cuentista. Son relatos de ocurrencia, aunque a veces se demora. Es la capacidad de arrastre, la morosidad y a la vez la ligereza de las palabras suaves.
Recuerdo a Alejandro cocinando. Rodeado de cientos de especias, carnitas, sangritas, almitas. Me refiero al "chinga, chinga que bueno" dicho del mezcal que venía por redoma o cuévano diplomático traído a veces por un legendario profesor oriental: a quien se le hace poca justicia llamándole "Chino" porque ha sido turco en huertas, argelino en el prado, azerbaijano en Antón Martín y, maître en Canillejas y,
en general, mago para los desheredados, objeto de inquina para una difunta patrona potosina, objeto de deseo y amor para una heroína de San Luis que predica la psicotrópica religión de Xilitla, voz y bálsamo para las almas apenadas, libación para los labios dispuestos (aunque escondidos) y, en general es, Fer con tres.
Recuerdo a Alejandro cocinando, pronunciando la palabra "romeritos" ante una matita, de un puñado de verdor carnoso, nada que ver con el secarral sique bien perfumado de nuestro romero.
Y esa disposición abigarrada, pantagruélica, de masas, tortillas, fajitas, ajíes, carnes mechadas, el encendido de los jitomates se componía al pronunciar la palabra mágica: son los romeritos. Así se enhebran los cuentos y ultramarinos. Abundancia, dispersión, pero, de pronto, ensalmo que todo lo compone. Palabra acariciada
porque viene a la mano, se sopesa, y ajusta en el vano del muro, en un intersticio, y lo completa.
La lengua de Alejandro – porque en eso habíamos quedado: que están escritos: lengua mexicana, pero en idiolecto alejandrino - es como la lengua de las mariposas: sobre la cuna, el cauce del texto, la espiritrompa repasa los artejos, las muescas, la espuma de los días. Velando con tanta brizna, tanto apero, tanta acumulación, ese hueco. Ese vacío central que él mismo, sabedor, no se detiene a contemplar. Se afana, por ello, en ese acumular arenas, hojillas, pétalos, cantos rodados de un tamaño entre índice y pulgar, como si compusiera un simulacro, en que lo más importante es dejar lo hecho, moverse hacia otra parte, ir a ver la olla de los frijoles, no ser grave ni solemne.
Es una escritura feliz, que dijo Barthes de Voltaire: el último de los escritores felices. "El que lleva las cédulas al cielo" es un ejemplo del gozo de escribir: “andandillo andandillo se encuentran cosas”, Alejandro halla el pubis en el ceremonial latino “pulvis eris” y su eco sexual. Así se encuentran cosas en este itinerario de relatos: "Los baños de Celeste" el simbolismo, la muerte, el asesinato sonado, la sarta de los vampiros que pululan por todo México, la "Canción de amor", donde cobra vida una voz, la voz, la mujer carnal, "Mi hermana Lola, mi hermanita" esos relajientos y morbosos que no salen de la cama, el "Tratado de novias", “Urbis versus natura".
Es un despliegue enorme, una disposición de experiencias de transmutación, de simulacro de una identidad, de muchas identidades, tantas como narradores hay. Y ahí está el placer supremo: ser otro, muchas veces, y volver a lo que uno era, que ya lo vamos cambiando a fuerza de salir de viaje al paraíso de los cuentos que inventamos.
Son varios tipos de relatos que ahora caigo no están fechados porque se echó el cierre, lo que los estudiosos llaman la clausura del discurso: el tiempo cerrado, todo a disposición como en ese escaparate en la tienda de ultramarinos de la plaza de Matute. Y están todos disponibles a la vez como en un panóptico. Otra vez la palabra: ya sabía yo que al comienzo parecía gratuito pero que devendría necesario. Este panóptico que organiza el desorden aparente de los equipales.
Así se disponen las claves de lectura: como en un conjunto de muebles equipales. Que son de uno. Comienzan los relatos en primera persona y a partir de anécdotas. Y tal vez aquí vemos la clave del modo de narrar. Es un narrador que hace preguntas, un narrador que relata con los objetos, que se esfuerza en ser agradable, que estira todo lo que hay sobre el colorido de la vida.
Tal vez no gustan por igual los títulos Pero no importa demasiado porque estos ya tienen vida propia: Por unos zapatos rojos, Un incendio en Madrid (aparece Jéssica), Perro perdido, Ribera de Santa María y la reflexión del tiempo.
Quedamos en que tienen una gran carga lírica – ¡cómo iba a descargarse de ella si era un poeta! – pero lo interesante es qué queremos decir cuando decimos “carga lírica”: es la capacidad de ver el mundo con la sorpresa de que, pareciéndolo, no está, en cambio, concluido. Como ya dijo Joaquín el texto del caracol va de lo cotidiano a lo mágico, a lo sublime: de la experiencia a otra esfera sin dejar de decir yo. El diario de viaje, los textos de los paseos, tal vez gusten menos porque ahora vemos que el viaje ya esta hecho: el espacio y el tiempo ya no corren peligro.
Quedaría por hablar de los microrrelatos. Que, si bien se mira, son la quintaesencia: de la escritura de Alejandro en este libro. Uno de ellos dice “Estoy borracho les decía y soy buen gallo, cuando una bala atravesó mi corazón. Desde entonces no sé cómo vivir”.
Así se hace un relato: se toma una literatura hecha, popular, cantada, y se le da un giro, una vuelta delicada que queda retumbando como un trueno. Como dice Arantxa, es la literatura como caricia. Como elegir un sabor y producirlo. Como Alejandro decía que así vive su amigo el Chino: eligiendo un modo de colocar la voz en una nota, de hacer un glissando, apostando por un vibrato imperceptible, producido con primor, con mimo. Como en el cuento del viaje al sur con la niña María, delicadeza con una niña...y acaso la lección, la teoría poética central: “Recuerda, María, que el alimento del amor esta siempre en el recuerdo”. Esa escritura que Cristina Santamarina ha llamado incesante, insaciable. Tenaz y delicada a la vez.
Pues así se aprende el revés de las palabras: esa enseñanza que queda sin melancolía de los cuentos del desaparecido tan presente. Descubriendo, como Milagros me enseñó, que en la letra de Pénjamo, las torres cuatas que brillan al sol como dos alcayatas no son torres albarranas sino postes del tendido eléctrico: “así brilla cualquiera no te digo”. Pero la magia ya esta hecha. Y no se pierde jamás.
Todo lo que pasó en .. en Casa de América ..
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