09 noviembre 2009

.. en Querétaro: La Fábrica (II)


De las presentaciones de los libros acontecidas en octubre recuerdo muy gratos momentos.


El cuento "Por unos zapatos rojos de mujer" de "Cuentos y ultramarinos" lo escribió Alejandro para un concurso convocado por una firma de zapatos en España. Era un cuento especial para él, por eso ocupa el primer lugar. Después de leer y releer este libro, me di cuenta de la estrecha relación con: "Los baños de Celeste". Son dos caras de una moneda, maneja los mismos elementos: seducción, intriga, derrota, muerte, el cumplimiento del destino; pero han pasado más de treinta años por el hombre que protagoniza uno y otro cuento y eso da una vuelta de tuerca a la historia.

En Querétaro, Alonso Barrera llevó a la escena de La fábrica este cuento. Y voy a intentar contaros cómo:

  • La voz de Carlos Bracho en la oscuridad llenaba todos nuestros sentidos, mientras un haz de luz iluminaba con la intensidad de la historia esos zapatos rojos:

  • El silencio dio pasó a la música de danzón y apareció en escena la dueña de esos zapatos rojos que nos habían hipnotizado, caí rendida como el protagonista ante aquella danza:

Fernanda González en "Por unos zapatos rojos de mujer"


Quiero compartir ese danzón y el texto:

DANZÓN #2

Arturo Márquez

Versión orquesta Simón Bolivar, dirigida por Gustavo Dudamel:




POR UNOS ZAPATOS ROJOS DE MUJER

Alejandro Aura


Estoy en esta habitación desde que perdí completamente las fuerzas y quedé como queda un costal de papas, arrumbado e inmóvil, incapaz siquiera de acomodarme para evitar que ciertos músculos, que ya no siento, se me entumezcan y acaben atrofiándose del todo, aunque no tengo por qué pensar que no lo están ya sin remisión posible desde no sé cuándo… Ahí suenan otra vez, vuelvo a oírlos, para mi tormento, en el piso de arriba caminando de un lado para otro; si los conoceré… Pero saber desde hace cuánto tiempo estoy aquí es imposible, perdí la noción, junto con las fuerzas, y supongo que con la vista, porque ya todo es absolutamente negro, no puedo discernir si porque la habitación está completamente cerrada y a oscuras o porque es noche o por lo que más sospecho: que no volveré a ver la luz… Oigo esos pasos que me han arrebatado ya todo lo que alguna vez tuve de cordura y repiten su taconeo de un lado para otro, ahora lentos, ahora precipitados, sin que parezca haber un ritmo previamente establecido… Y supongo que como ya no tengo funciones vitales propiamente dichas, si acaso me late el corazón es en su fase mínima, última, antes de apagarse por completo en el olvido que será la solución definitiva para mí, el único bálsamo que espero… Ahora van rápido, como si estuviera precipitadamente buscando cualquier cosa en la habitación, de un lado para otro, y de pronto parece que se detuvieran frente a algo, quizás frente al espejo en el que ella se mira sin poderse imaginar el mal que ha hecho, aunque lo hizo como si fuera una manera natural de ser; parece que sus pies ya sólo tuvieran pequeños acomodos o imperceptibles movimientos nerviosos… Pero esto que padecí debe tener algún origen que está más allá de lo que imaginé en un principio, e incluso de lo que ella pudo suponer, cuando vi aquellos zapatos tan rojos que me pareció imposible que dentro de ellos estuvieran unos pies normales de mujer, y debo tratar de decirlo ahora, no ya para buscar algún conjuro impensable que me salvara de lo que no se pudo evitar sino al menos para que las palabras se ubiquen en el espacio de este cuarto y alguna vez, cuando me hayan sacado de aquí y haya otro huésped, cumplan su fantasmal designo de volver a sonar ante alguien que se pueda asombrar de lo que está escuchando… Allí, allí, allí están otra vez moviéndose con taconeo imprevisible, machacando mi sentido auditivo, que conservo como una maldición, y haciendo con cada golpe un agujero en la superficie de mi ánimo… Me dejé arrebatar, si es que así puede decirse cuando uno se refiere a un cataclismo, por el irresistible color y por la forma clásica y perfecta de unos zapatos rojos de tacón alto y puse en el tapete todas mis potencias, toda mi capacidad de juego, mi astucia de viejo seductor; mi resto, pues. Antes de ponderar la arquitectura sostenida por aquellos cimientos yo ya había entregado la plaza y rendido toda posibilidad de defensa… Así como ahora, que los estoy oyendo machacar el último aliento que de mi quedó, han estado desde que di mi brazo a torcer conociendo el riesgo; con esa misma pertinacia con que parecen estar moliendo las últimas semillas de mis despojos en el mortero del piso superior, aunque quizás sólo esté preparándose para salir a su trabajo, como todos los días… Y cuando me fui fijando de abajo hacia arriba en lo que venía, en lo que aquella malévola planta brutalmente roja producía como una construcción que proviniera toda de semejante base, me quedé alelado, decir que perdí el aliento es nada, puedo decir que perdí todos los alientos junto con todos los pulsos y todo latido posible, ante las palpitaciones más intensas y definitivas que llegué a imaginar jamás que se podrían sentir, el preámbulo de la trombosis, el estallido del aneurisma, la voz del síncope en mi oído. Me puse en el lugar de ese calzado en un esfuerzo sobrehumano, con tal de poder apreciar la magnitud excelsa de aquella construcción catedralicia, de poder atisbar desde la altura de un zapato lo que hay en la persona humana, si es que humana puede llamarse esa criatura y no ficción divina o cualquier otro tropo del lenguaje que la defina como intangible y celeste, tal como será ya siempre para mí. Yo no tuve recato, cuando oí los golpeteos de aquellos tacones en el piso y bajando la escalera, en ponerme al nivel de sus plantas como un creyente que se prosterna ante su divinidad para adorarla. Vamos, la trabajé, le pedí permiso, la convencí, la seduje si es que se pueden trastocar a tal grado los términos y la bala decir que arrojó hacia atrás al rifle o el horizonte presumir de que lanzó al sol al otro lado. Y el altar, el ara magnífica en donde comencé mi devoción, cuando por fin ella aceptó entrar a este cuarto, luego de muchos remilgos que vencí sin detenerme en nada, fueron esas naves de una piel más roja que la sangre manchando una blanca tela de seda, como la grana brutalmente masacrada sobre la nívea piel de una princesa, en las que bogaba segura de sí misma la diosa que me ha destrozado; yo en el piso, sí, con su permiso y entre risas, pero lo más terrible de todo era que trataba yo desesperadamente de alejar de mí la idea de que al fin y al cabo se trataba sólo de unos zapatos de fabricación humana, de unas piezas que poco a poco se fueron haciendo en un taller en el que las manos de alguien se aplicaron a cortar, pegar, clavar, coser, hormar, ensamblar materiales para fabricar lo que acabó siendo no digo que un par de zapatos sino el pedestal mágico sobre el que se asentó mi destrucción, el aniquilamiento por el que llegué sin remedio a este estado de postración total y última. Ah, ¿en qué fragua demoníaca se cocieron las sustancias alquímicas que dieron por resultado el tinte con que un esbirro del amo de las tinieblas coloró la piel curtida con que se fabricaron estos encendidos instrumentos de tortura con el capillo ligeramente abombado? ¿Por qué tuvieron que ser hechos de ese tono de rojo precisamente, habiendo tantos matices y tantos accidentes que pueden alterar el resultado final de una coloración cualquiera? ¿Por qué de ese rojo brutal que me obnubiló completamente en cuanto lo vi contrastar con la blancura de su pie y la marmórea perfección de aquella pantorrilla y me hizo perder los estribos de la conciencia, la sensatez, el instinto de conservación, cuando comprendí que ese color era exactamente el color rojo con que se coloró la pasión en el momento en que fue inventada y puse allí mis labios una y otra vez? Y lo peor fue que ella aceptó la inusualidad de mi pedimento, no sé si por curiosidad, por perversión infantil o porque se imaginaba que se trataría sólo de un juego del que saldríamos los dos con las mejillas encendidas y las cabelleras descompuestas. Ya sé que con esto terminan todas mis desdichas, pero qué diera por poder evocar a plenitud, incluida la del máximo gozo, el momento en que la vi completamente arriba de mí, con el pie sobre mi cara, cuando aceptó muriéndose de risa por mis rarezas, poner la punta del pie en mi frente y el tacón justamente en mi boca oficiando de embudo por el que se destiló todo el elíxir que provocó mi postración definitiva. Yo iba sin ningún titubeo al cumplimiento de mi destino desde el momento en que vi primero aquellos zapatos y cuando pude trabajosamente desprender de ellos la mirada y elevarla, la vi a ella, pero no de golpe, no como se ve a una persona frente a uno, sino en un lentísimo recorrido desde los pies hacia arriba hasta encontrarme con su cara sonriente y pícara que me dijo, ¿te gustan?, me hacen juego ¿verdad? mirando con malicia los rojos botoncillos de sus pechos. Y no puedo decir que mi asombro fuera menor al de Boticelli en el momento de vislumbrar a Venus saliendo de la blanca espuma sólo para que él, el maestro, la pintara. Seguramente pensó que me quedé dormido y caminando sobre las puntas de los pies se fue cerrando la puerta con cuidado de no hacer ruido, pero yo, sin poder moverme desde ese momento, vi flotar los tacones en una última visión perturbadora antes de que todo se volviera negro y comprendí que ya no podría recuperarme, que había disfrutado lo más que está permitido a los seres humanos y que tenía que comenzar a pagarlo; lo que nunca pensé es que seguiría oyendo, no sé si por los siglos de los siglos, el taconeo de esos zapatos rojos de mujer en el piso de arriba…

3 comentarios:

  1. El primer cuento de Cuentos y ultramarinos, casualmente lo leí el día de ayer y me lo imaginaba muy parecido, además Carlos Bracho es uno de los actores y lectores que más recuerdo de mi infancia. Hubiera sido impresionante estar ahí.

    Justo ayer tomé también una foto de un par de perros de cerámica que tengo, parientes lejanos de Tirio y Tario y que algún día de estos irán a parar a mi blog.

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  2. Acabo de hacer un ejercicio que me gustó, puse a correr el audio con la voz de Carlos Bracho y al mismo tiempo el video con la interpretación de Fernanda González, cuidando que el volumen de uno no tapara el del otro, falla un poco la sincronía pero el resultado es muy bueno, me gustó

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  3. Sí, Jesús, es lo que dan ganas de hacer con el texto y el danzón, yo lo pensé cuando lo vi en Querétaro. Y le comenté a Alonso, me respondió que inicialmente así lo ensayó pero que la danza y la música distraían la atención del texto.

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