
Comencé a escribir Fuentes un día de desconcierto, un día en que tenía revueltas todas las cosas de mi alma, no creía en nada, no sabía nada de lo que debía saber ni era nada estar vivo y ser poeta.
Hay días así. Lo único que prevalece es la voluntad. No la voluntad dominada por la conciencia o la idea del deber sino una voluntad interna, transgresora: una voluntad que contradice al ser activo, laboral, productor de cosas. Tenía ganas de masticar palabras, de chupar vocablos de sabores opuestos. Tenía toda la intención de dejarme vapulear y contestar a carcajadas, doblándome de dolor y de risa ante los golpes bajos y de contestar con reflejos rápidos a toda esa metralla de la imaginación suelta. Tenía ganas de jugar y solté la tecla. Todo lo que venga es bueno, a todo le daré acomodo, como un proceso (del que carecemos tanto en mi país) de democracia. Imaginen que viene lo que a uno le gusta y le conviene, lo que acomoda a nuestras ideas y a nuestras preferencias, pero aparece también, con su desagradable cara, todo eso que a uno le repugna, le choca, le molesta, y a todo hay que darle cabida en el poema. Ese era el juego: no desechar sino intentar construir con tales materiales. Ningún libro es mejor ni peor ni por su proceso ni por sus intenciones, si así fuera, la literatura sería facilísima. No justifico: narro.
La mecánica del juego me fue venciendo, acabó por imponerme su ley: se me fue acabando el gas y me quedé quieto en mi esquina mientras las palabras hacían lo que les daba la gana. Tal vez ellas dirán lo mismo de mí, que se quedaron quietas mientras yo me solazaba. Quién sabe, hay poca gente que sabe oír la voz de las palabras.
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