Es tanta la presencia de Alejandro en su ciudad natal que seleccionar alguno de los momentos o lugares o sensaciones me evoca la incertidumbre que en mi niñez me producía un escaparate lleno de deliciosas golosinas y me decían “elige una”, la escasas veces que eso sucedía hacía que la decisión fuera casi trascendental. Ahora es la cantidad y la frecuencia con la que escribo en el blog la que marca los límites.
Elijo, para comenzar mi estancia en México, el momento del aterrizaje sobre la ciudad: sin una nube, los volcanes como guardianes de la ciudad, las casas trepándose a las laderas, las amplias avenidas hormigueadas, trazados reticulares, rascacielos estirándose presumidos, todo el caos de esta megaciudad diluido en la suave luz de las seis de la tarde.
Luego me contaron que la lluvia no esperada del fin de semana limpió la contaminación de la ciudad. Gracias, lluvia.
Recordé el texto que Alejandro escribió el día 21 de septiembre de 2008, la última vez que aterrizamos juntos sobre la ciudad, lo tituló: A vista de los dioses.
Y caigo en la cuenta de que es además el penúltimo al que Alejandro le puso su voz, pues la tos que se le instaló desde que aterrizamos aquel día, le impidió volver a hacerlo.
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